A colación del anterior artículo, he de decir que los aquí escribientes tenemos una marcada tendencia al nomadismo nocturno madrileño. Desde el comienzo de nuestras andaduras juergueriles y bastárdicas, es poco frecuente que, una vez nos citamos en algún lugar a alguna hora en concreto para comenzar con el despelote mental, sepamos exáctamente hacia donde dirigir nuestros cuerpos y almas. Alguno dirá que al infierno, pero eso es en esencia. Este hecho es, por una parte, una buena manera para, por ejemplo, descubrir nuevos sitios sobre los que escribir en un blog; por otra, nos ha llevado a situaciones en las que nuestro tiempo y paciencia se han perdido y desgastado respectivamente.
Pero, de tanto en tanto, que, lastimosamente, suele ser un período que comprende mayor tiempo del que a uno le gustaría, uno en sus venires y devenires por Madrid tiene la divina suerte de encontrar un nuevo lugar en que pensar que va a poder establecerse, al menos durante un tiempo, hasta que los precios suban y los servicios bajen en calidad.
La Ría de la Cedeira es un poco destacable en apariencia gallego situado entre Palos de la Frontera y Delicias. Cientos de veces habré pasado cerca de sus acogedores brazos, y nunca me había llamado la atención lo más mínimo (de hecho, generalmente nunca me había fijado en sitios gallegos por la creencia implícita de que lo más normal es que fueran de precio medio-alto, pero últimamente estoy descubriendo que es probable que estuviese equivocado). Lo que ocurre es que por circunstancias personales durante los últimos meses he regentado, no con excesiva frecuencia eso sí, una biblioteca cercana a este paraje cervecero, y que en esta biblioteca, tenía algún que otro compañero/a de fatigas, y que uno de esos compañeros de fatigas tenía la llave con la que poder vislumbrar la verdadera valía de este local.
Porque, vaya, estudiar no sé, pero beber cerveza se hace cuando se puede.
Aquí se viene a tomar cañas, y punto. Ni tercios, ni minis, ni jarras ni macetas, ni bidones, ni su santa madre. Que, bueno, lo que entienden aquí por caña es un vaso de tubo de cerveza. Sí, de esos en los que un conocido actor porno español no puede meter su instrumento de trabajo (segunda referencia que hago a él en este blog, por cierto; empiezo a preocuparme). Cada caña 1.30 céntimos. Cada caña, acompañada en su primera vez por dos "raciones de tapa" para cada comensal y en las sucesivas por una, también para cada ser de la mesa. De hecho, en ocasiones no es ni necesario que para recibir comida tenga uno mismo que volver a pedir otra caña; si tu compañero de fatigas termina antes, te muestra su desprecio por ello, y pide otra, es probable que con su ración de veneno líquido puedas llevarte algo más a la boca (con el consiguiente pago en dignidad).
La cerveza es Amstel. Ni apetitiva ni aversiva.
Lo que te pueden poner de rancho va desde pinchos cutrillos de fiambre (salchichón, chorizo, bacón... esas mierdecillas), a fritos cutrillos del estilo croqueta-empanadilla (de la sección de congelados que de toda la vida la madre de uno sólo le ponía cuando por cualquier motivo no le daba tiempo a hacerlas caseras; afortunadamente eran mínimas esas ocasiones), pasando por raciones de frutos secos, langostinos, mejillones y algún que otro marisco más, hasta, si uno tiene suerte, algún plato de patatas fritas (no de las industriales, de la de freidora) con albóndigacas (de las de lata mala, que tienen más grasas que hidratos y proteínas juntos), chistorraca, morcillaca, picadillaco o similaracos.
Es obvio que destaca más la cantidad que la calidad, pero se agradece. Vamos, hablando de manera relajada, que acabas como una puta bola.
De entre los extras a las simples cañas, mencionar el que por 4 de estos vasos del averno se pueda acceder a una especie de oferta realmente innecesaria salvo para aquel que hace de la gula un arte: una bandeja de considerable tamaño de patatas acompañadas de una de las múltiples opciones que ofrece la carta. Bebida y comida juntas 9 euros. Digo lo de innecesario porque sólo con lo de las cañas uno se alimenta de sobra.
Destacar también a la camarera del local. Lo cierto es que es muy maja, incluso cariñosa, pero también lo es que tiene una excesiva tendencia a la invasión del espacio personal. Vamos, que como te descuides te pone la mano en el hombro, lo cual no a todo el mundo agrada. A mí no, desde luego.
C/ Vizcaya nº8. Como referencia espacial, tomando como base la calle Delicias, se encuentra en la perpendicular situada enfrente del sex-shop que andará por el número 80-90. Por sus luces de neón lo encontraréis.
Nota: cierra los sábados.