Ayer sábado padecí los horrores de una ciudad que se sincroniza para emborracharse.
Había quedado con una amiga que se puso enferma inmediatamente después de saludarme (así de feo soy), así que tuve que acompañarla a su casa (así de caballero soy).
Cuando llegábamos, se desató una tormenta de verano de esas que hacen que te des cuente de cuánta agua cabe entre el cielo y la tierra. Como soy pobre, ya que el viernes mi monedero fue asaltado por los que se llaman a sí mismos mis amigos, tuve que volver andando. Resultado: agua en los zapatos, hasta las rodillas, y el pelo empapado.
Quiero concretar. Volví andando hasta donde estaba mi bicicleta, que fue como media hora. Luego tenía que volver a casa en bici, para terminar de rematar la faena. Por suerte, cuando llegué al parking, casi
toda la lluvia estaba ya en la lana de mi jersey, así que caía poco. Sin embargo, la calle
estaba plagada de borrachos que andaban de un lado sin sentido para otro como en las peliculas de George A. Rom
ero. Realmente, me daban bastante pena. La lluvia a un borracho es como el taparle el hormiguero a las hormigas, que desconcierta y desorienta.
Y lo que más me alucinaba es que la gente se reía de mi. Cuando iba andando escuché a unas pijillas perder la cordura y gritar: corre, corre, que se me riza el pelo. Una vez en bici la gente me gritaba: Ole tus huevos, en bici con la lluvia. También: ¿Estaría mejor si no lloviese, eh?. Y las típicas: Induráin, qué tonto eres, en bici y está lloviendo.
Yo solo podía pensar una cosa... ¿No se estaban mojando ellos lo mismo que yo? ¿Acaso en la acera llovía menos que por la calzada? ¿No llegaría yo antes que ellos a casa y podría sentarme? Eran las cuatro de la mañana, y desde Sol a Cibeles se tarda casi veinte minutos si se va dando tumbos, de ahí esperar hasta quince a que venga el autobús, y que nos lleve a nuestra parada, de ahí andando. Yo estaba mucho antes en la cama, calentido.
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